Me ocurrió durante
una caminata, entre Sarnago y Acrijos.

Mi perro olisqueando
las cunetas, yo absorto en mis pensamientos, que tienden a volar sin freno siempre
que me adentro en los desolados montes de las Tierras Altas. Pienso en los
cortes abruptos de la vieja Alcarama, es como si hubiera sido moldeada a golpes
de hacha por un dios furioso. La pizarra se desprende de la tierra en los
terraplenes, haciendo aún más áspera su superficie. Valoro cómo se parece el
carácter de la Alcarama al de sus últimos pobladores. Áspera, seca, adusta,
orgullosa, inhóspita. De primeras, parece que no te quiere allí, su imagen y su
superficie intentan repelerte, pero si persistes, si llegas a sus entrañas,
resulta cándida y bienintencionada. La falta de contacto con la gente en las
últimas décadas, y la falta de comprensión de la cultura de esta tierra por
parte de los pocos que ahora se acercan a ella, le han hecho daño, y la han
convertido en una vieja desconfiada. Bajo la superficie, sin embargo, es
compleja, profunda y soñadora. Me recuerda tremendamente a mi abuelo, el abuelo
José, que nació, se crió, trabajó y murió muy cerca de aquí. El abuelo José
pertenecía a la tierra y no podía entendérsele si no era en función de ella.
Una tierra fría y dura como pocas, que hombres y mujeres como él sometían a
duras penas para extraer de ella un sinfín de riquezas. Sus plantas y animales
les alimentaban, les vestían, les suministraban materiales constructivos,
medicinales, ornamentales, rituales.

 

 

Respiro
profundamente, el contacto con la tierra es sanador, ayuda a relativizar los
futiles problemas de la vida moderna cotidiana. Si uno no respira aire limpio y
pisa terreno aislado, alejado de los fastos y fuegos de artificio modernos,
corre el riesgo de darse a sí mismo demasiada importancia. Veo riqueza
desaprovechada, una estrategia milenaria tirada por tierra. De abuelos a
nietos, todas las culturas transmitieron su saber acumulado, sabedores de que
era la única forma de progresar, de no tener que partir de cero en cada
generación. De forma repentina, hemos cortado esa cadena de transmisión de
conocimiento. Nuestros abuelos no son escuchados por sus nietos, que los creen
inútiles por no comprender el funcionamiento del whatsapp y el facebook,
sin darse cuenta de que quizá sean los últimos sabios de la sociedad. Media
horita en las Tierras Altas, y todo esos problemas vacíos de la sociedad actual
me parecen relativos. Estoy ante lo esencial, en contacto con la realidad
tangible, a salvo de tomarme en serio las gilipolleces y trucos de
prestidigitador con que pretenden convertirnos en ovejitas. Es irónico,
abandonamos el pastoreo para irnos a las ciudades, a convertirnos nosotros mismos
en las ovejas sobre las que antaño mandábamos.

 

 

Como atendiendo a
mis pensamientos, escucho cencerros, balidos, y el ladrido de un perro.
Automáticamente llamo a mi fiel Sil a mi vera, pues sé bien cómo las gastan los
canes guardianes de ganado, especialmente ante perros que, como el mío, tanto
se asemejan a un lobo. Vislumbro el rebaño, no hay nada que temer, el pastor
está presente, caminando hacia mí y saludando con la mano, acompañado de un
solo perro que, pegado a su pantorrilla, le sigue en actitud relajada. Le
saludo a mi vez, mientras me detengo a poner la correa a mi can.

 

 


Buenas tardes, majo. ¿Qué? ¿Dando
un paseo? – me pregunta, sonriente y amistoso, animando a la conversación.

 


Muy buenas. – respondo a mi vez. –
Pues sí, de paseo, a ver si me acerco hasta Acrijos. – Una pregunta rondaba mi
mente desde que vi las ovejas, así que me aprovecho de su amabilidad para
saciar mi curiosidad. – Creí que ya no había ovejas por esta zona. – Me mira
extrañado.

 


¿Y por qué no había de haberlas?
Siempre las ha habido. – Por su gesto, parece que realmente le ha mosqueado la
pregunta.

 


Bueno, sí, pero ya sabe, cuando el
antiguo ICONA expropió estos pueblos y los repobló de pinos, la gente que
quedaba se marchó, y la tierra pasó a ser del gobierno. Creí que no se aprovechaban
los pastos desde entonces. – Su expresión demuestra una absoluta incomprensión
de mis palabras.

 


¿Cómo que la gente se marchó?
¿quién se ha marchado? Yo, aquí sigo. – El comentario me desconcierta, y solo
puedo reponer:

 


¿Y de dónde es usted? – El viejo
parece recobrar su inicial expresión de alegría, y con orgullo me responde:

 


Soy de Peñazcurna, majo, pero hace
ya años que vivo en Acrijos. Es que mi mujer es de aquí, ¿sabes? Empecé a
trabajar de pastor para mi suegro, y al morir él, me quedé con el rebaño. – La
respuesta me deja estupefacto.

 


¿Quiere decir que vive usted aquí
desde hace años? ¿todo el tiempo?

 


Claro, majo. – Me responde, con
paciencia. – A las bestias hay que cuidarlas todo el año, en el campo no hay
vacaciones, no como en la ciudad.

 


No sé, tenía entendido que Acrijos
estaba abandonado desde hace décadas… – Insisto. De nuevo, cara de extrañeza
en el viejo pastor.

 


¿Pero cómo va a estar abandonado?
¿Quién le ha dicho semejante bobada? – Me espeta.

 


Pues así lo había oido… pero
bueno, que le creo a usted. – No quiero echar más leña al fuego, puesto que el
hombre parece estar diciendo la verdad. – Y… ¿vive allí usted solo?

 


No, hombre, ahí estoy con mi
mujer, y con unas pocas gallinas, las ovejas, este perro, y una perrilla vieja,
que está todo el día debajo de las faldas de mi señora. Y no somos nosotros
solos, que hay aún unos poquitos vecinos… – Eso sí que ya no me lo puedo
creer. Le miro con cara rara, pero él parece que sigue hablando con total
franqueza. Dudo. Mientras tanto, él continúa contándome detalles de la vida en
Acrijos: – Ya no es como antaño, ¿sabe usted? Antes sí que había gente, ahora
quedamos ya muy pocos. – Su seguridad me desarma. Hasta entonces, yo creía
estar bastante bien informado sobre la situación de despoblación de Acrijos,
pero ese hombre no tenía por qué mentirme, y además allí estaba, con sus
ovejas, su perro, su boina polvorienta, su barba desigual, rala y grisácea, su
chaqueta varias tallas mayor de lo que le correspondería, su pantalón de tergal
y sus polainas de lana… Un tipo pintoresco, tan en peligro de extinción como
todo lo demás en esta tierra. Le pregunto su nombre. Él sonríe y contesta
presto:

 


Bernardo Pérez Álvarez, señor mío,
para servirle a Dios y a usted. – Una respuesta que parece sacada de las
películas antiguas. Me tiende la mano, y yo se la estrecho amistosamente,
sonriendo también. Siento su mano áspera y nudosa, un tanto desagradable al
tacto. La mano de un hombre que ha tenido una existencia muy dura, y ha
trabajado de sol a sol sin cuestionarse otra alternativa. Un hombre que acepta
la deriva de la vida y la inexorabilidad de la muerte sin miedo. En ese momento
siento un profundo respeto hacia él.

 

 

Nos despedimos
amistosamente y seguí camino hacia Acrijos. Me dí la vuelta un par de veces, y
en ambas mi vista encontró la masa blanca de ovejas, y a Bernardo saludando con
la mano. Apreté el paso, no quería que se me hiciera de noche durante el
trayecto de regreso a Sarnago. La visita a Acrijos había cobrado un nuevo
interés. Por lo que me había contado mi nuevo amigo el pastor, esperaba ver
columnas de humo en dos o tres chimeneas. Al fin vislumbré el casco del pueblo.
Ni rastro de humo. Recorrí sus calles despacio, agudizando vista y oído para
tratar de localizar las últimas casas habitadas, pero el único signo de vida
que hallé fue la efímera visión de un pequeño grupo de ciervas intrusas, que
huyeron despavoridas al detectar mi presencia. Me sentí engañado por el viejo.
¿Cómo había podido ser tan ingenuo? El tipo pasaba muchas horas solo en el
monte, y se había procurado entretenimiento engañando a un forastero.
Probablemente se había echado unas risas a gusto imaginando mi cara de bobo al
recorrer las calles vacías de Acrijos.

 

 

Superada la
vergüenza por mi ingenuidad, saqué la cámara y tomé unas cuantas fotos del
lugar. Antes de marcharme, accedí al cementerio. La maleza y las zarzas lo
invadían todo. Con pasos lentos y respetuosos, me detuve en unas pocas cruces y
lápidas. Reflexioné acerca de la vida pasada de aquellas gentes, llenas de
amistades, amoríos, sueños, aspiraciones… pensé en cómo, lo que fue, ya no
es. Los pequeños cementerios rurales son un buen paradigma de la despoblación:
muerte y olvido, y por eso la visita a los despoblados es siempre agridulce. Ya
estaba a punto de irme cuando reparé en una sencilla cruz de varillas de
hierro, de ésas que tienen la imagen en sepia del rostro del finado en un óvalo
inserto en el punto de corte de sus dos brazos. La mirada astuta, la sonrisa
franca, y la barba rala del hombre que aparecía en la imagen me eran
familiares. Me acerqué. Quien allí se mostraba sonriente era el pastor con el
que había estado hablando apenas un rato antes. Debajo, aunque el óxido se
estaba comiendo las letras, podía leerse claramente: «Bernardo Pérez Álvarez,
1903 – 1966». Me quedé frío, y sentí que me faltaba el aire. Salí de allí
hecho un manojo de nervios, mi mente y mi cuerpo no se entendían entre sí, no
sabían cómo reaccionar ante la ocurrencia de lo imposible. No podía ser, pero
había sido. La búsqueda de raciocinio ante el suceso hizo que mil explicaciones
disparatadas me cruzaran por la mente: una alucinación, un sueño, una broma
televisiva… Por Dios, si hasta le había dado la mano y había sentido su
aspereza, ¡cómo podía ser eso! Mi perro intuyó mi estado de nervios con ese
sexto sentido empático que parecen tener solo ellos, y se acercó a lamerme la
cara, solícito. Ese gesto me devolvió a la realidad. Reuniendo mis pocos
arrestos penetré de nuevo al camposanto para confirmar los datos. No había duda.
Salí de Acrijos en dirección a Sarnago corriendo más que andando, con la
comezón de no saber si me encontraría al pastor en el camino de vuelta o si se
habría desvanecido. Mi perro corría a mi lado, sin separarse ni un metro, a
pesar de lo tentador del monte, consciente de mi necesidad de compañía amiga.
La incertidumbre era insoportable, tanto que no dejaba abrirse paso al miedo.
En la curva donde antes se hallara el rebaño no había ni rastro de éste ni del
pastor. Me detuve a esa altura y me asomé en todas direcciones. Ni siquiera
había pisadas de oveja en el barro, ni sirle que demostrara su paso por allí.

 

 

La duda me acometió
de nuevo. ¿Me lo habría imaginado todo? ¿Habría confundido los rostros y los
nombres? No lo creía. El camino de regreso hasta Sarnago lo hice medio
sonámbulo. Conduje hasta Soria, entré en casa sin saludar, y me senté frente al
ordenador. Repasé toda la información de Acrijos que pude encontrar. Consulté
también los libros que atesoro sobre las Tierras Altas, y todos fueron unánimes,
ni ovejas ni pastor residían en Acrijos desde hace décadas. ¿Había, pues, visto
un fantasma? No había nada que hacer al respecto, sino quizá, contarlo a mis
futuros hijos y nietos, y aprovechar esta historia para alimentar su interés
hacia mis queridas Tierras Altas de Soria.

 

 

Muchos son los
kilómetros que he andado y me quedan por andar en la Alcarama, pero nunca he
vuelto a ver a Bernardo. Ahora, cuando miro allá arriba, le imagino acompañado
de su perro inseparable, soportando el frío invernal y la canícula estival, el
viento y la tormenta, las nieves y las nieblas. El último habitante que vaga
por los pinares repoblados de la Alcarama, ajeno a su abandono e inmune al paso
del tiempo, concentrado, como lo estuvo en vida, simplemente en el siguiente paso
de sus albarcas polvorientas. ¿Acaso importa algo más?

 

 

 

Autor:

 

 

JOSÉ CARLOS
SANTANA PÉREZ

 

Soria, marzo
de 2013